XXII Premio de narraciones breves "Antonio Machado" (1998)
Premio "sesquicentenario del ferrocarril en España"
(1848-1998)
Isla decepción
Blanca
Riestra
Nacida en A Coruña en 1970, estudió
Filología Hispánica en la Universidad de Santiago de
Compostela. Desde 1995 vive en Francia donde ha realizado
cursos de doctorado, prepara su tesis en la Universidad de
Borgoña y recibe una beca de investigación del Ministerio de
Cultura Francés. En 1996 se publicó su primera novela, "Anatol y dos más".
La tarde se abre como una ratonera en el
corazón de París. El cielo está abovedado y los taxistas
enloquecen de spleen. Largas colas como culebras húmedas
atascan las salidas de la ciudad. En París las tardes parecen
noches pero son mucho más tristes que las noches. Y es que en
las noches de París hay lentejuelas y abren todos los
drugstores.
Siempre en París es otoño y el metro ruge y
llueve siempre como en los sueños. Un albatros gigantesco
sobrevuela la tarde y se golpea dolorosamente contra el techo de
cemento. En estas horas terribles parece que miles de crímenes
se cometen impunemente porque nadie mira y a nadie le importa.
Todos gruñen y se lamentan de su suerte o canturrean un aire
sucio y sentimental que en el fondo es lo mismo. El fin de
semana agita sus faldas tras la bruma y los chavales cargados de
cuadernos, de regaliz y palabrotas atraviesan los semáforos en
rojo pensando en tetas y en confeti. El fin de semana huele a
tubo de escape, a celofán crujiente, a carbonilla.
Y la Gare de Austerlitz, paralela a la Gare
de Lyon frente al Jardín Botánico se alza junto al Sena como
un gigantesco navío fantasma a la deriva. Su estructura metálica
lo emparienta con esos enormes hangares donde antaño se
ejecutaba a los inocentes, donde dicen que se forjó la
industria. El viajero atraviesa el navío fantasma sin mirar atrás.
El viajero tiene frío y está solo. Teme
como por encantamiento transformarse en parte de la ciudad que
grita a sus espaldas y que lo repugna y lo fascina como una
planta carnívora. Teme quedarse atado al café tabac de
cortinillas escarlatas que huele a Ricard y a tabaco negro. El
viajero se siente frágil y duro al mismo tiempo. Tiene
pensamientos funestos y dulces a ratos como una fruta amarga en
su carcasa de licor. El viajero se sienta tímidamente como
pidiendo permiso a la esquina llena de orines, a la intemperie,
frente al panel gigantesco donde se anuncian los horarios y los
andenes. La lluvia atraviesa suavemente el aire de la noche y
cae como un efecto especial sobre las cabezas de los mendigos,
los ajetreados, los excursionistas, los timadores, los polis
vestidos de calle, los extranjeros.
El viajero tampoco es de aquí o eso revela
su acento gomoso, incómodo. Se desenvuelve con torpeza. Camina
sin avanzar como sobre arenas movedizas. Se sienta pesadamente
como en un duelo irremediable. A su derecha una señora
sexagenaria y nostálgica con una pañoleta de plástico
transparente cuenta con avidez las monedas amarillas, céntimos,
en la palma de la mano. A su izquierda una madre árabe y gorda
lucha con dos chavalillos consternados, de nombre Aicha o
Mohamed, de moco colgando y nervioso ir y venir.
El viajero atraviesa el buque aciago sin
comprender, ni retener, ni asimilar. Apenas puede ver lo que
mira. Su cabeza está envuelta en una funda de almohada
invisible que atenúa las sensaciones circundantes. Él se sabe
poco llamativo. Pertenece a esa franja de edad indefinida de
eternos opositores o ratas de laboratorio, escritorcillos de
tres al cuarto, becarios eméritos. Ya no es joven aunque aún
parece seguir siéndolo porque no tiene ni casa, ni nombre, ni
familia porque no tiene pasado y el futuro no llega nunca. El
viajero no posee nada más que unos cuantos enseres adquiridos
en las rebajas de algún hipermercado: una pequeña nevera en un
cuarto de huéspedes, algunos libros de ocasión, una vencida
cama turca, un par de botellas de vino malo en el alféizar de
la ventana. Por eso tiene siempre aspecto de tránsito, de estar
de paso, excepto cuando viaja: el tren le pone la mirada grávida,
preocupada, dolorosa. Parece no saber qué hacer con sus manos
que palpan crispadas la bolsa de deporte con la ropa y tres
libros y la bolsa de plástico donde lleva los zapatos.
Los altavoces anuncian la llegada de un tren
de cercanías y la riada de seres anónimos arrastra consigo una
tonelada de maletas de cartón, de sacos mohosos atados con
cuerdas, de polvo de galleta rancia: una marea amarga de voces y
equipajes.
El viajero no mira en torno porque teme ser
reconocido. Teme que lo reconozcan o lo confundan y lo embarquen
y lo condenen por un crimen que no ha cometido más que en sueños.
La verdad es que pocos lo conocen en esta ciudad que no es la
suya. Tan sólo un par de camareros portugueses, algunos
estudiantes nigerianos de sonrisa fácil, una puta coja que se
llama Minette y no lo quiere más que para transportar bombonas
y un carterista eslavo y arduo que vive en su pensión. Él no
es nadie, ni ha hecho nada. No es culpable más que de vivir, y
se siente ajeno a todas esas maniobras, a esas batallas, a esas
desgraciadas; a sus vergüenzas y a la infraestructura de ese país
que no es el suyo.
Cuando llega la hora, son las ocho en todos
los relojes de la ciudad lumière, los bistrós se vacían y el
camión de la basura comienza la ronda en la Porte de Vanvés y
el tren ocre y rancio y triste comienza a mediarse de almas
bulliciosas, malolientes, cargadas de chorizos, garrafones, de
cansancio.
El viajero se instala mal que bien en su
compartimento ocre, rancio, de segunda clase. Entorna los ojos y
busca un espacio de pensamientos apacibles, profundos,
"sumamente intelectuales" -se dice- donde zambullirse
y perderse y desaparecer. Mete la mano húmeda de uñas roídas
en el bolsillo derecho de su anorak. Busca el sublime discurso
escrito con lágrimas de sangre, con palabras preciosas como las
de los profetas, los santos, los poetas: el sublime discurso que
pronunciará mañana y que contubernia en su bolsillo con un pañuelo
de papel, un mechero y una tableta de chocolate ya empezada.
La puerta se abre y entra una señora,
emigrante de la primera época, llena de lunares y de años.
Probablemente es aragonesa. Probablemente padece de la vesícula.
Es el tipo de señora viuda que aún escucha todos los martes
una emisión de radio llena de cuplés y de fandangos en la
emisora pirata de Barbés. Es el tipo de señora, siempre
aragonesa o gallega, que aún es peor, que los franceses sientan
en las puertas de los baños públicos con uniforme y plato para
la calderilla. Su padre nonagenario y demente la sigue y se
rasca sin disimulo la próstata hinchada. Huelen a cocido y a
pobreza. Ninguno de los dos sospecha -se dice el viajero- que su
vecino de compartimento, un desarrapado entre dos edades, un
Licenciado Vidriera, tiene entre sus manos un pedazo de ambrosía
y lo relee con delectación. Ninguno de los dos sospecha que
debajo de su camisa cerrada de cuellos tiesos, debajo de su
rasurel acrílico se esconde un alma de poeta que tiembla, que
late, que regurgita como una esponja impregnada de sentimientos,
de grandeza. Y de miseria.
El viajero relee su texto, repasa las frases
difíciles, los retruécanos engranados en las largas noches de
insomnio, el verbo justo y delicado que aflora el alma como el
dedo, el pezón desnudo. Desiste. El tren se mueve, titubea y el
revisor se acerca por el pasillo. Pasa de largo. Mientras, un
grupo de "sorchos" abren y cierran las puertas del
compartimento con grosería. Buscan alguno vacío, increpan a
los viejos, asustan a unas turistas holandesas e impresionables,
chocan con el equipaje de un marsellés que vocifera. El tren se
tambalea como sonámbulo, coge velocidad y el viajero se quita
las gafas astilladas para abrir la ventana y percibir de lejos
en la noche el buque fantasma que se aleja, encoge, desaparece
por un camino gris de grafitos de colores.
El viajero se deja caer en su asiento presa
de una repentina euforia que lo atrapa a traición, que acelera
su pulso, que lo engaña, lo engatusa, quiere hacerle creer que
aún quedan esperanzas, que aún puede esperar un desenlace
digno, desenfadado, hermoso. Las partidas son pequeñas trampas,
sucedáneos de éxtasis, orgasmos falsificados. El viajero
imagina un futuro donde la pobreza y el anochecer sean sólo
excusas para la literatura, un futuro donde Dios exista y una
entidad femenina de cabellos de azabache y sandalias de avestruz
recite, sólo para él, poemas en francés de Chataubriand.
Pero es imposible escapar al tono airoso,
"lercho", agotador de la viuda aragonesa que quiere
saber todos los detalles de la vida de los otros, que acosa a su
padre prostático con consejos llenos de retintín. Habla un
castellano oral y espurio plagado de esos neologismos que
acribillan al emigrante como pulgas a perro viejo. Y es que
Juana está decorajada de tanta puerca miseria, ya le tarda la
retreta que es que está fatigada de debrullarse, que ya es una
pitivieja y que su padre se le muere y tiene el mal del país.
Un tanguista bajito y achulapado con acento de Ponferrada que
atiende por Eloíso, se acomoda, escupe briznas de tabaco de
liar y entabla apasionada conversación: una conversación llena
de carallos y mil madriñas.
El tren de la miseria atraviesa Francia de
parte a parte en la oscuridad como una cicatriz o un arador de
la sama. La media de edad es elevadísima. El viajero sale al
pasillo para escapar al olor agrio del tupperware del
vecino que se apresura a compartir su rancho. Cientos de
microcosmos, ingenuos, ahorradores, apresurados, crueles, se
entremezclan y chocan como pompas de jabón en forma de termo,
de guiso o de bostezo. Y el viajero fuma en el pasillo un
pitillo magullado y piensa en un lenguaje hecho de piedras
preciosas, de conceptos exactos y de personajes brillantes que
entrecrucen réplicas agudas, y existenciales y terribles.
Un magrebí grandullón maniobra
sospechosamente junto al baño y le pide fuego al viajero. El
magrebí y el viajero fuman juntos y contemplan indiferentes los
esfuerzos de otro pensionista deshauciado que sale del retrete
con el pantalón caído y el escroto gris al descubierto. El
magrebí recuerda la Charia y ayuda al vejete a recuperar sus
tirantes y su vergüenza. El viajero escruta la noche por la
ventana y escucha de refilón la música de las estrellas allá
fuera en Angulema o en Arcachón. El otro debe de llamarse
Ahmed, no llega a dieciocho años y viaja sin billetes, habla un
francés fuerte y periférico, rapero y simpático, violento,
desgarrado. Va hasta Málaga a visitar a una novieta andaluza y
charlatana que estudia empresariales y que hace unas felaciones
de muy señor rnío.
- Y tú, ¿en qué trabajas? -pregunta el
viajero cuya boca y esperanzas empiezan a acartonarse.
- Yo trabajo en el ministerio amargo, mon
pote, -contesta Ahmed con una mirada aterradora y dura,
suburbial como las alimañas o como el hambre.
Cuando el viajero regresa a su asiento el
ambiente está caldeado y bullicioso. El padre de Juana dormita
abrazado a su bolsa de Continente, y Eloíso y la aragonesa la
emprenden contra la Seguridad Social, es decir flirtean, sobre
fondo de ronquidos. En el compartimento vecino un perro ladra y
los sorchos cantan a capela un himno prostibulario y alcohólico.
Pronto llegaremos a Burdeos y el revisor
perfumado a la lavanda, amable y dinámico, aparece, recién
salido del mundo de la eficacia. Su voz medicinal se acerca por
el pasillo, acaricia a los perros, a algún bebé que berrea en
los brazos de una madre guarrindonga y malhablada. Supervisa los
títulos de transporte. El viajero se asoma al pasillo justo a
tiempo para ver como el magrebí de playeros blancos se
escabulle subrepticiamente rumbo a los vagones de primera. El
revisor repasa con deferencia los billetes de Eloíso, de Juana,
del prostático dormido y después, mansamente, los baña con
una mirada bondadosa y habla con tono pausado pero dinámico,
como quien se dirige a un grupo de tarados o de enfermos
incurables.
El viajero asiente, se relaja, cabecea,
desgrana en su fuero interno cientos de razones por las cuales
su vida es útil: el amor, la belleza, la libertad, ese libro
que esboza desde que tiene uso de razón, desde que su prima
Amalita lo besó en la boca, desde que supo que los cuerpos se
pudren, desde que vio una mosca azulada sobre los labios de un
muerto. Lleva años innumerables hilando conceptos, lecturas mal
asimiladas, atisbos divinos sobre un lienzo barato, irregular,
grumoso. Hace tiempo que acepta la miseria como una digna compañera
de exilio, como un botín robado a los gusanos. Extrañamente
cree, quiere creer, que su miseria, su desdoro lo harán
acreedor de la gloria. De esa gloria que cosechan los muertos
que han vivido pobres y han conservado la cabeza en las nubes y
no en la mierda. Esos muertos cuyo cráneo, como el cráneo de
Yorik, se alza honorable entre los escombros.
El viajero cuenta unos pocos francos en su riñonera
marrón, lo justo para tomarse un cafelito reconstituyente antes
de llegar a Hendaya. De todas formas en Hendaya las horas de
espera más vale pasarlas lejos de la cantina, donde los
emigrantes y los mochileros ingleses y los vascos fornidos se
baten impunemente por la última magdalena arrebatada a la
turba. Mañana en La Bañeza, se dice el viajero, lo esperan la
gloria y cientos de seres cultivados pendientes de su verbo trémulo.
Atrás quedarán las humillaciones, los racimos de uvas malas,
las largas colas en la lluvia por el permiso de residencia, las
discusiones con la portera que no acaba de tragar su tez oscura,
el retrete maloliente al otro lado del patio, las almorranas,
las dudas, la falta de dinero, la soltería forzosa. En el vagón
restaurante, el viajero se aposta semiescondido tras su pocillo,
enciende otro cigarro y se pregunta si Minette habrá pasado a
buscarlo al anochecer como de costumbre para tomarse un pastís
en el bar de la esquina y quejarse de las condiciones de trabajo
de las putas con hijos.
El tren choca contra Hendaya que es un
arrecife ferruginoso, inhóspito, desarbolado y luego continúa
cansino arrastrándose hasta Irún, prolongación de su derrota.
Los pasajeros salen despedidos hacia los andenes, enardecidos,
cargados, soñolientos. El viajero intenta en vano reordenar en
su cabeza este éxodo minucioso y humillante, darle un sitio
digno junto a las grandes ordalías, junto a las metáforas más
hermosas que adornan su camino hacia la tumba. Pero no le sale más
que un cansancio inexorable y un miedo infantil e indefinido.
Sabe bien, lo dicen todas las canciones argelinas, que el
regreso es cierto, que todo candidato al exilio, un día u otro
vuelve al punto de partida. Muchos han cantado las maravillas de
la ausencia, la embriaguez del viajero pero estos mismos saben
que lo más hermoso del viaje es el regreso.
Eloíso se le acerca lechuguino con sus
cincuenta años bien llevados y una copa de coñac de la
cantina. Entabla conversación amena. En la noche fronteriza
pequeños grupos se apelotonan en los bancos, otros forman
piquetes en los servicios. Alguna adolescente vomita entre las vías
un bocadillo de tortilla. Y el viajero habla con Eloíso sobre
los beneficios del aire fresco sobre la circulación general del
cuerpo humano, de la persona humana normal y corriente, como
quien dice.
Y el viajero se sienta en un banco sobre su
bolsa de deporte, mete la mano húmeda de uñas roídas en el
bolsillo derecho de su anorak. Busca el sublime discurso escrito
con lágrimas de sangre, con palabras preciosas como las de los
profetas, los santos, los poetas: el sublime discurso que
pronunciará mañana y que contubernia en su bolsillo con un pañuelo
de papel, un mechero y una tableta de chocolate ya empezada. Y
se ve ya en la casa consistorial de La Bañeza donde cientos de
seres cultivados y sensibles, durante la fiesta de exaltación
del Cocido local, atentos a la emoción contenida de su texto,
lo escucharán en silencio pensando qué coñazo, este chaval es
un pardillo y escribe como Campoamor o como Núñez de Arce,
esto de las flores naturales es la hostia y además es un
paleto, lleva un traje mostaza de cuatro duros y no conoce ni a
Bukowski ni a Paul Auster, y tiene un acento de pueblo que tira
para atrás y le sudan las manos y la frente y las axilas, tiene
la camisa toda sudada, y cuántos adjetivos y cuánta
sentimentalidad, este chico es más anticuado que el miriñaque,
y luego aplauden un poco y sonríen con lástima, mondadiente en
ristre, total ahora viene el banquete de exaltación del cocido
bañezano y vamos todos a cogemos una curda de ahí te espero.
Y una señorita pizpireta anuncia la llegada
de su tren, y el viajero acepta gustoso la invitación de Eloíso,
bebedor donde los haya. Y mientras se dirigen a la cantina, Eloíso
escupe con pundonor una flema impotente y el viajero se esfuerza
y escupe a su lado otra flema más pequeña pero igualmente
viril. Y el viajero se detiene, contempla las estrellas que no
brillan y se pregunta con cierta complacencia si existe una Isla
Decepción o si no son todo más que paparruchas.
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