I wrote the song two hours before we met
Atravesé el vestíbulo cantándola, atravesé el vestíbulo sin verte. No es que te buscase, al contrario: prefería no verte,
no todavía; pero no pude evitar mirar en todas direcciones al pasar el control.
I didn?t know your name or what you looked like yet
Prefería no verte, no todavía, pero necesitaba verte: saber que estabas, que ibas a subir al tren, que no te habías
quedado dormida ni atrapada en un atasco. Que no habías cambiado de idea.
You might have changed your mind and seen your friends
El mal presentimiento me acompañó al enseñar el billete, al bajar la rampa mecánica, al recorrer el andén mirando en
todas direcciones con disimulo, al subir al vagón, sentarme en mi asiento y comprobar que al otro lado de la mesa no
estabas tú. Un asiento vacío. Todavía cuatro minutos para la salida, había tiempo.
Tres minutos y el asiento frente a mí seguía vacío.
Dos minutos y el asiento frente a mí seguía vacío mientras se llenaba el vagón, los últimos pasajeros caminando
deprisa por el andén.
Un minuto y el asiento frente a mí quedó ocupado, pero por una joven madre con su hijo de pocos años sentado a
su lado y que desplegó sobre la mesa lápices, rotuladores, un cuaderno. You might have changed your mind y yo estaba
a tiempo de bajar, fingir un olvido, una urgencia, quedarme en tierra.
Life could be very different but then
-Disculpe, señor, creo que? Ese mi asiento -una anciana de piel sonrosada y acento nórdico me mostraba su billete.
Something changed
-¿No es este el coche cinco? -pregunté, eufórico.
No era el coche cinco. Despiste mío al subir pendiente de verte. Pedí disculpas y pasé al vagón contiguo mientras
el tren iniciaba su marcha. Encontré mi sitio, y ahora sí: ahí estabas, sentada frente a mí, una mesa por medio. Habías
venido.
No pareciste reparar en mi llegada, leías algo en el móvil. Tu camiseta negra espantó mis temores.
Mis temores, pero no mis nervios: me sentí de pronto inseguro, primerizo, incapaz. Esperé unos segundos a que cesara mi
agitación, mientras tú tecleabas en el móvil, ¿ajena a mi llegada? Los dos asientos que completaban nuestra mesa estaban
vacíos, lo que facilitaba cierta intimidad. Al otro lado del pasillo, una pareja de veinteañeros, ella descalza, las
piernas sobre el regazo de él, que le acariciaba los muslos aprovechando el pantalón corto. Llevaban aparatosos auriculares,
parecían escuchar la misma música por su cabeceo sincronizado. Nuestra canción, deseé, así de romántico yo. Por supuesto
no era.
Bebí agua de mi botella, me remangué la camisa vaquera ya un poco raída, y aguardé a que reparases en mí, pero seguías
escribiendo mensajes. ¿Ibas a pasar todo el viaje con el móvil? Regresaba mi inseguridad al ver tu expresión grave, el
ceño fruncido ante lo que fuera que estabas leyendo y escribiendo. Busqué la calma en el ventanal, en la lluvia
ametrallando el cristal cada vez más horizontal a medida que el tren ganaba velocidad, las naves industriales que
seguían a la estación, los últimos barrios de arquitectura aburrida, y la mujer en el reflejo que por fin dejó el
móvil y buscó algo en el bolso: un libro, el libro que soltaste en la mesita con cierta brusquedad y me hizo volver
los ojos.
Leí el título como un salvoconducto que me devolvía la confianza. Ejemplar de bolsillo, añoso, tapas agrietadas y
dobladas en las esquinas, algunos pliegos despegados que asomaban el filo entre el taco de hojas. Lo dije primero
mentalmente, en silencio: luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Y luego abrí la boca, no muy alto, suficiente para
que me oyeses:
-Luz de mi vida, fuego de mis entrañas.
Tardaste unos segundos en reaccionar, como si no me hubieras oído, la mirada perdida en algún punto de la mesa, entre
el libro y yo. Me pareció que cogías aire, una zambullida, abriste un poco la boca pero no dijiste nada, solo me
dirigiste un parpadeo prolongado.
-Perdona -dije yo-. Es que me encanta esa novela. Aunque yo la leí traducida. No quería interrumpirte, sigue leyendo.
-No pasa nada -hablaste por fin, en voz tan baja que casi lo leí en tus labios. Y repetiste: no pasa nada.
-También me gusta tu camiseta: I wanna sleep with common people like you?
Afirmaste con la cabeza en respuesta. Iba a costar sacarte cada palabra, pero seguí picando piedra:
-Coges mucho este tren, ¿verdad? Me suena tu cara.
De nuevo te tomaste unos segundos para responder, ahora más audible aunque hablando despacio, como si colocases
puntos suspensivos entre cada frase:
-Sí? Algunos fines de semana? Para volver a casa de mi familia?Estoy? En la universidad.
-Yo también. ¿Qué estudias?
Me miraste como si no entendieses, no la pregunta sino mi idioma. Me pareció que apretabas los labios para no dejar
salir lo que en realidad querías decir, hasta que abriste la boca:
-Perdona? Creo que yo no?
Lo dijiste como si te hablases a ti misma y te pidieses perdón. Pero yo no me iba a rendir tan pronto:
-¿Qué estudias?
Evitaste mi mirada, con una sonrisa que no supe interpretar, pero aceptaste la conversación:
-Filología.
-Inglesa, ya veo -dije señalando el libro, y esta vez no vacilaste. En voz baja pero suficiente:
-Light of my life, fire of my loins.
-Mucho mejor así -y repetí, porque en efecto lo era: ?mucho mejor. Thank you?.
-¿Y tú qué haces? -me preguntaste dando continuidad, cogíamos velocidad como el tren, ya atrás la ciudad.
-¿Yo? Viajo. Hablo contigo.
-Perdona un momento -cogiste el móvil de la mesa, la pantalla que se acababa de encender para avisarte de un
mensaje. Lo desbloqueaste, leíste, sonreíste, contestaste algo tecleando deprisa y después me volviste a mirar,
sin quitarte la sonrisa de lo que fuera que te habían escrito: ?Lo siento, tenía que contestar?.
Me molestó, claro, pero no quería arriesgar la conversación, así que seguí:
-Yo estudio imagen y sonido. Quería entrar en la escuela de cine -noté que seguías pendiente del móvil, la pantalla
que volvía a lucir-. Pero mis padres prefieren que haga algo que no me condene al paro.
-Ya -y lo repetiste, como ganando tiempo: "Ya". Hasta que por fin retomaste: "Ya imagino. A los míos no les hizo
gracia lo de filología, pero les prometí que me prepararé las oposiciones de Secundaria".
-¿Sí?
-Ni loca.
-Bien jugado.
-¿Y tú quieres hacer cine?
-Sí. De hecho estoy preparando un corto. Y necesito una actriz. ¿Te animas?
Hasta ahí conseguimos llegar sin interrupción, cualquiera que nos escuchase apreciaría naturalidad, interés,
incluso complicidad, seducción. Pero te detuviste.
-¿Te animas? -insistí.
Busqué tu mirada pero te refugiaste en el ventanal, el horizonte cultivado, unas nubes hermosas e hinchadas que en
otras circunstancias me habrían merecido un comentario. Al otro lado del pasillo, la pareja de jóvenes se besaba con
los ojos cerrados, las cabezas giradas, las bocas exagerando el masticarse. Sobre la mesa, tu móvil enviaba ráfagas
a cada nuevo mensaje, pero tú seguías vuelta hacia el paisaje deslizante que mirabas sin mirar, ahora una urbanización
fantasma, cadáveres de la última crisis, adosados en ladrillo con los ventanales y puertas sin terminar, abiertos a la
oscuridad interior como los ojos y boca de una calavera. Nosotros no estábamos muertos, así que repetí:
-Estoy preparando un corto -se me quebró ligeramente la voz, como una súplica-. Y necesito una actriz. ¿Te animas?
Como si no me oyeses, mantuviste la mirada en aquella ventana que no permitía que nada permaneciese, borrar y
volver a dibujar: una urbanización abandonada, un cerro seco, un cortijo en ruinas, un desguace, solo faltaba un cementerio,
todo ello apagándose con el crepúsculo como si el paisaje se ensañase con nosotros a golpe de metáforas obvias. Y no solo el
paisaje: dentro del vagón, la joven pareja parecía a punto de follarse, yo podía ver el brillo rosáceo de sus lenguas entre
muerdo y muerdo, supuse la erección de él bajo la pierna de ella. Y para rematar la broma, varios asientos más allá nos
habían colocado, cabrón también el programa de asignación de plazas, nos habían colocado a una pareja de ancianos de buen ver
que dormitaban, la cabeza de ella sobre el hombro de él, cogidos de las manos, no de una sino de las dos manos pellejudas y
moteadas, mientras respiraban plácidamente. Parecían un anuncio de planes de pensiones.
-Lo siento, no puedo -tu voz me devolvió a nuestra mesa, tu mirada que no me esperaba, diría que compasiva.
-No puedes.
-No, no puedo. Estoy cansada.
-Estás cansada -dije, como valorando el alcance de tu cansancio. ¿Estabas cansada del viaje, cansada de nuestra
conversación, cansada de mí, cansada del mundo?
-Ya no me gusta esto.
¿Qué era lo que ya no te gustaba, hasta dónde llegaba tu disgusto junto a tu cansancio?
-¿Quieres hablar? -pregunté por inercia, sin ganas de hablar de nada. Te habría preguntado mejor si querías que nos
comiésemos la boca como la pareja de al lado, o que dormitásemos tomados de las manos como los dos ancianos.
-No lo sé.
¿No sabías si querías hablar, o tampoco tenía límites tu no saber?
-Creo que no estoy bien.
Las mismas dudas sobre el alcance de ese malestar: un mareo de tren, un mal día, un año complicado, una vida
insatisfactoria.
Seguías mirando al exterior, a la cinta transportadora del paisaje: cultivos, casas de labor, molinos de juguete
sobre una loma lejana, una charca, vacas tumbadas, un silo, un pueblo sin estación, el sol tocando el horizonte
tras magníficas nubes de atrezo, tu reflejo tan solo esbozado. La luz directa del atardecer debilitaba el espejo y
no me dejaba ver bien tu rostro, indefinido, dudosa tu edad, en el reflejo podías ser hoy o hace diez años, hace
veinte, veinticinco años: podías ser una joven universitaria que se deja seducir por su desconocido compañero de
asiento, podías ser una joven universitaria que pone las piernas sobre las de su nuevo novio y desea que le meta
la lengua en la boca, podías ser una joven trabajadora que está deseando llegar a su pequeño apartamento tras la
semana laboral para meterse en la cama con su novio y no salir en dos días, podías ser una joven madre más feliz
que cansada, podías ser una madre menos joven y más cansada que feliz, podías ser una esposa de mediana edad que
se refugia en el reflejo de la ventana para evitar la conversación, y hasta podías ser una anciana que coge las
manos de su marido y apoya mansa la cabeza en su hombro para dormir, o quizás una anciana sin marido, una anciana
sola y triste, sola y libre, sola y nostálgica, sola y dichosa, el tren era una flecha hacia el futuro y aceleraba
tanto el paisaje como la vida, barajando edades, mezclando memoria y deseo. Hasta que entramos en un túnel y, en lo
oscuro, ahora sí, la ventana se volvió completamente espejo. Y entonces vi nítido tu rostro que seguía siendo el de
hoy, que no había rejuvenecido ni envejecido y que además me miraba, sí, me mirabas en el reflejo, no te refugiabas
en el paisaje, buscabas mis ojos, mi rostro que también había confundido el tiempo.
Te hablé. Sin palabras. Te hablé como si todavía nos funcionase aquella telepatía de la que presumíamos años atrás,
¿te acuerdas?, cuando sentados frente a frente en dos asientos de mesa de tren, o acostados desnudos y sin salir de
la cama en dos días, o paseando igualmente en silencio, sosteníamos conversaciones enteras, conversaciones calladas,
que luego confirmábamos en un resumen hablado: lo que yo creía que me habías dicho, lo que tú pensabas que te había
respondido, y siempre acertábamos. Y si no acertábamos lo confirmábamos igualmente, mentira piadosa de enamorados
porque no importaba lo dicho. Where would I be now if we'd never met?
Te hablé, te hablé sin palabras, por si aún quedaba algo de aquella telepatía tras años desusada. Te dije, sosteniéndote
la mirada en el espejo del túnel te dije que lo sentía. Que sentía que estuvieras cansada y mal, cualquiera que fuese
el alcance del cansancio y del malestar. Te dije que sentía haber contribuido a ambos. Te dije que era idiota por haber
insistido en aquel viaje en tren. La noche antes, ya en la cama con la luz apagada, me habías dicho que mejor lo dejásemos,
que no te parecía buena idea, pero yo insistí, te rogué, te convencí. Ya un año antes lo habíamos completado pero sin
fluidez, como autómatas obsolescentes, con sensación de final. Y solo dos semanas antes, tras una discusión nada
telepática, me habías reprochado que pusiera tanta energía en ese teatrillo anual, y a cambio fuese tan descuidado en el
día a día. Así lo llamaste, teatrillo, ahora lo recordaba y, mirándote en el reflejo, te decía que sí, que tenías razón,
que era un teatrillo sin gracia y no nos iba a salvar.
Pensé, sosteniendo tu mirada en el reflejo pensé que tú también me estabas hablando y que yo te entendía. Que me estabas
diciendo que te parecía triste haber acabado así. No haber acabado en el tren, actores de nuestra propia comedia,
vistiendo ropa de dos décadas antes que conservamos como reliquias, repitiendo frases de un mal guión, creyéndonos
especiales, protagonistas de una película de ¿Linklater? Lo que te parecía triste, me decías, creí que me decías sin
hablar, era haber acabado convertidos en todo aquello en lo que, bajo promesa, nunca nos íbamos a convertir: dos
adultos desfondados que acumulan malentendidos, rencores y miserias, que se mueven por inercia y a veces no pueden
más, que se aferran al pasado mitológico, al turismo de sí mismos, a la recreación anual ritualizada que creen que
los puede salvar, a la novela que no han vuelto a leer en veinticinco años pero siguen usando de contraseña, a la
canción privada que un día creyeron que hablaba de ellos y hoy esperan que sirva de conjuro y les devuelva la juventud,
la canción que habla, que nos habla, que tal vez nos habló un día de los encuentros fortuitos que hacen que de pronto
algo cambie, que todo cambie.
Entonces salimos del túnel, regresó el paisaje al primer plano, los montes resistiéndose a la noche. Y al perder la
conexión telepática del espejo, te volviste hacia mí. Cogiste el libro de la mesa, lo abriste por la primera página y
leíste, alto y claro:
-Light of my life, fire of my loins.
Ante mi sorpresa, repetiste:
-Light of my life, fire of my loins.
Y como yo seguía mudo, me susurraste como si fueras una apuntadora y yo un actor bloqueado:
-Mucho mejor así?
-Mucho mejor así -repetí yo, y añadí, sin terminar de creérmelo: Thank you.
-¿Y tú qué haces?
-¿Yo? Viajo. Hablo contigo.
-Gracioso. ¿Estás en la universidad también?
-Estudio imagen y sonido. Quería entrar en la escuela de cine. Pero mis padres prefieren que haga algo que no me
condene al paro.
-Ya imagino. A los míos no les hizo gracia lo de filología, pero les prometí que me prepararé las oposiciones de
Secundaria.
-¿Sí?
-Ni loca.
-Bien jugado.
-¿Quieres hacer cine?
-Sí. De hecho estoy preparando un corto. Y necesito una actriz. ¿Te animas?
-Estás de broma.
Los dos jóvenes del otro lado del pasillo habían cesado de devorarse y parecían atender a nuestra conversación.
También los ancianos habían revivido y, sin soltarse las manos, me pareció que arrugaban las frentes y entreabrían
las bocas, como cuando uno quiere escuchar algo fuera de su alcance, así que subí un poco la voz:
-Hablo en serio. Estoy todavía con el guión, pero la protagonista es como tú.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo soy yo?
-Joven. Interesante.
-¿Interesante?
-Sofisticada. Lectora de Nabokov en inglés. Fan de Pulp.
-Te estás riendo de mí.
-No, más bien haciéndote reír. Solo por eso ya deberías darme tu teléfono. Quedamos un día y te hago una prueba.
-Ese truco es muy viejo.
-¿Qué truco?
-El de decirle a una chica que estás rodando un corto y que quieres hacerle una prueba. Estás ligando conmigo, venga.
-No. O sí, un poco. Pero lo del corto es verdad.
-Ya. ¿De qué va tu corto?
-De dos que se conocen en un tren.
-Sí, claro. Y él le dice que va a rodar un corto.
-Y luego ella le da su teléfono.
-Creo que ya he visto esa película.
-Puede. Es un clásico.
-¿Y cómo termina?