Premios del Tren 2025 - Fundación de los Ferrocarriles Españoles

Premios del Tren de Poesía y Cuento 2025

Primer premio de poesía: 'El regreso', Ignacio Elguero de Olavide

Ignacio Elguero de Olavide

He llegado esta tarde a la estación
con los mismos afanes
de otras veces. La prisa del humano
es un mal interior que nos subyuga:
todo apremio conduce hasta el hastío.
Un pájaro violeta
picotea la luz de los andenes.
Me acomodo despacio.
La ciudad se despide lentamente
y muestra en lejanía
el metal de las horas desgastadas,
la lumbre de una hoguera que sofoca.

Observo los parajes y andurriales
desde este tren violeta que transita
por los mismos caminos
que la rueda de Roma convirtiese en calzadas.
En este deambular entre lo eterno
el paisaje es el libro más preciado.
Un paisaje repleto de preguntas
y dudosos axiomas
que versan de conjuntos abiertos y de espacios.
Mirar este lugar es otra cosa
muy distinta a la lógica.
Mirar mientras el tren avanza, contornea
por prados y vacíos, por poblados
y aromas. Observamos
que el mundo es una zona de secretos.
Contempla allí las luces,
aquel azul eléctrico
de las anchas veredas.
El verdor de las tapias
con su musgo de espuma. Todo en calma
a estas horas. La tarde huele a luz
humedecida, a tierra de este norte
que cobija al viajero. Me pregunto
si Roma estuvo aquí, bajo qué forma
de amor o caudillaje. Ahora siempre es más tarde
que en los tiempos de Horacio, que cantara
a los cántabros, tercos y feroces,
bajo yugo romano. Escucha el himno
y mira el estandarte de los campos
que se mueven al ritmo de las aves.
Su vuelo es transparente
como un cielo sereno y en reposo.
Acaso el tiempo es eso,
el mundo y su ventana silenciosa
desde un tren que se escapa;
un esperar mirando el universo,
contemplando la historia
desde la ventanilla de un vagón
que nos lleva a los tiempos de otra patria.

Me pregunto en qué pienso
mientras miro a través de la ventana.
Supongo que en la dicha del futuro
y el hedor del pasado que boquea,
pues son un mismo bloque y un enigma.
Mi madre facturaba el equipaje
-las maletas sin ruedas-
que un mozo trasladaba
a la zona de carga.
La noche era un recreo de literas
con lejanos sonidos de los ecos
que la noche almacena en sus orillas.
Ahora el mundo es un zoco diferente.
El mundo es una esfera con hojas y raíces
que lo agotan, lo oprimen, lo invalidan:
esa es la madurez del ser humano.
Sigo observando un cielo que se escapa:
el sol tiñe a dorado
la cima de la esfera, los árboles, sus frutos,
la arena amanecida de la playa;
ese rincón oculto
que cobija a los sueños, la esperanza,
una vez que el trayecto se termina.
Ahora el tren se detiene
en estación de paso.
Una niña con ojos
como en la edad madura
eleva hacia las nubes
un diente de león soplado en un deseo.
Alguien levanta el brazo saludando
mientras el tren se aleja.

Poco a poco los campos abandonan
la ensoñación sagrada del regreso.
Atrás queda un lugar
distinto que no encuentro,
un evocar que invoca,
pues siempre la quietud nos acomoda.
Observo la ciudad que ahora se acerca.
Su manto de cementos y cristales
parece que refulge como un faro.
Todo lo que titila nos perturba,
no la luz permanente del paisaje
que queda en las estancias del viajero.

Al llegar a destino,
un anciano cubierto
con un traje de mozo de estación,
me pregunta, silente,
si llevo facturado el equipaje.
No hay nadie que me espere a mi llegada,
Tampoco está mi madre amanecida.
Un pájaro violeta
picotea de nuevo
la luz de los andenes.